Otra tanda de fotos sobre el tema de la primera parte. Que los adultos tienen la jodida manía de hacer a los niños a su semejanza ocurre desde los albores del mundo, tal vez desde el momento en que nos dimos cuenta que, fáciles de seducir, sirven lo mismo para un roto que para un descosido. Ellos hablan, y pensamos que solo imitan. Nos imitan, y pensamos que solo juegan.

Un pequeño húsar con espada de madera y lo que parece una Cruz de Hierro u otra condecoración sobre el pecho de la mano de su abuelo, supongo. El niño mira fijamente a la cámara, pero el adulto, con más panza que medalla, tiene la mirada perdida y aviesa puesta más allá, como si estuviera maquinando hacer del crío más de lo que él ha podido ser. Por lo pronto, el pequeño ya va cogiendo hechuras de caballero sin rocín, mientras el mayor parece un sereno mediopensionista de barrio.

Otra que tal. Una foto que bien podría haber sido tomada un domingo en el jardín de casa. Niño vestido de hulano prusiano como su padre. El adulto posa con plena conciencia de posición y rango, padre y oficial. La mano sobre la espada demuestra firmeza y la perfecta raya del pantalón exigencia y pulcritud. Nada mejor que llevar el mismo uniforme que papá. Y el niño así creía que lo creía.

Esta imagen tiene un cierto toque de brutalidad. Ese guerrero listo para el combate, con fusil terciado a la espalda y sable colgando del arzón aparece preparado para cargar contra el enemigo. La mirada del jinete es dura y orgullosa, y eso que no aparenta ser más que un soldado. Contrastando con tanta gloria y fasto, el pequeño, vestido de marinero en tierra, no es más que un adorno a los pies del padre. Parafraseando el conocido soneto de Shelley, el padre bien podría decir: contempla mi obra, niño, y desespera.

Celebrando el cumpleaños del Káiser el 27 de enero de 1915. En este variopinto patrullón hay de todo, hasta un tirolés a la derecha con un cierto toque de somatén que no tuvo para tantas martingalas como sus compañeros. Cartel alusivo a la celebración para el recuerdo. Tres años después del magno evento había bien poco que festejar.

Después de tanta gloria y hojalata, veamos ahora una familia alemana de tiempos de la Gran Guerra o poco anteriores. Una foto de estudio falseando un rincón del hogar. Hasta los niños parecen vestidos para la ocasión con idénticas ropas para economizar, como bien sabe cualquier madre aún hoy. Uno monta guardia con su espingarda, mientras su hermano juega con un crucero protegido (es un decir) en el dique seco que su madre le hace con sus piernas cruzadas mientras le coge la mano. La figura de la madre, encogida, dulce y tímida a la vez, lo dice todo. Parece un tanto resignada ante el patético mundo que los hombres se empeñan en construir destruyendo.

Un cosaquillo ruso. Parece lo menos del Kubán. Ya lo quisiera Taras Bulba para su hueste. Empuña daga al cinto y viste papaja y cherkeska con sus cartuchos, que yo diría que son de tamaño real. ¡Saporoski!

Otra foto de estudio de un germanillo que ya sabe hacer la primera posición de saludo. El traje carece del empaque y detalle de otros que hemos visto. Desmerece de tan marcial ademán y parece comprado en una tienda de disfraces de carnaval.

Niño austriaco de uniforme con pose napoleónica. Tal vez fue intencionada. Acaso las botas tenían un par de números de más.

Ea, ya estamos todos. Húsar húngaro con ademanes y aspecto de Peter Pan. El espadín le queda ridículo en su largo talle, las botas parecen vulgar plástico y el pataje le da mucha pinta de bailarín de claqué.

Y ahora nos alejamos de la Habsburguiana Europa y nos vamos a la democrática Norteamérica. Padre e hijo en los años 40. Diría que el uniforme es de la Fuerza Aérea, pero vaya usted a saber. Posan a la misma altura, qué diferencia con el guerrero a caballo de más arriba. El niño tiene una pose muy British, un Bernard Law Montgomery sin bigote a escala 1/72.

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