Mundanal ruido

Artículos de tema no modelístico.
Los de j-models BloG y Scalaria (hasta 2014) se colaron sin billete.

[16 de abril de 2018] Juanvi, día D+2

Querido Juanvi, alias Juan Villalonga Serrano,

Conste que me niego a que esto sea un obituario porque aún no puedo creerme que te hayas ido sin más. Ya te vale. Hace dos días que supe que te has ido sin despedirte y dejándome perplejo y frío, sin tiempo para decirte al menos hasta siempre. Para mí se queda el fin de semana de recuerdos imposibles de encajar de manera ordenada. Reconozco que se asomaron dos lágrimas a mis ojos al darme cuenta de que ni siquiera has llegado a jubilarte y poder descansar de tanto trote como llevabas.

Imposible olvidar tu voz de trueno, tus carcajadas y tus agudos comentarios sobre casi cualquier cosa. Te veo allí, en la sala de profesores del Diego Llorente con tu ABC dale que te pego con el crucigrama (reconoce que no siempre te salía, bribón), o en la tertulia futbolera de mis primeros tiempos en ese centro, esa en la que nunca logré entrar porque se me notaba a la legua que a mí el fútbol plín y que no tengo ni puñetera idea.

Cómo olvidar aquella reunión en la que alguien mencionó al por entonces consejero Manuel Pezzi para inmediatamente oirse bien alto un ¡Payasso! de tu puño y boca desde los bancos de atrás. Hería más la ese sevillana que el calificativo. Lo mejor (lo peor) del caso es que tenías más razón que un santo.

Cómo olvidar tus intervenciones en los claustros y tus risas jupiterianas. Siempre las envidié. Como envidié esa forma tan despreocupada de llevar tu maleta al hombro con el sempiterno paraguas plegable sobresaliendo por un extremo que no te molestabas en quitar hasta que no hiciese calor de verdad. Y lo de ir sin abrigo y a cuerpo en pleno invierno era de nota. Apúntate una, bueno otra más.

Creo que al final llegó a unirnos el tiempo y todo lo que fue trayendo en casi 20 años. Quizá esa sea la única forma en que dos tímidos, cada uno a su manera, puedan llegar a entenderse y apreciarse. No sabes lo que te he recordado en este tiempo desde la diáspora del Diego Llorente. En casa ya saben de corrido más de una de tus anécdotas en clase y fuera de ella. También saben que te negabas a darte de baja mientras tu mujer se estaba muriendo y tú la cuidabas. Cuánto dolor verte allí fuera sentado, en aquel medio jardín maltratado, esperando la siguiente clase. No se me olvidará nunca.

Confiaba en poder encontrate algún día por Sevilla y darte un abrazo grande, pero ya veo que nunca más podré escucharte tu disertación sobre la diferencia entre la intuición matemática y el simple calculoteo, como tú lo llamabas.

Esto no se hace, Juanvi. Te vas casi en el día de mi cumpleaños y nos dejas aquí, a los muchos que te hemos conocido y apreciado, a cargo del oficio de enseñar. Pues que sepas que aquí dejas a un amigo desconsolado y, en tus propias palabras, bajo mínimos.♦

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[13 diciembre 2014] In memoriam: Rafael de Cózar

Aún conmocionado y triste por la trágica muerte de Rafael de Cózar, Fito para los que fuimos a sus clases de la Facultad. Lo recuerdo en el aula con su impenitente Ducados en ristre (entonces se podía humar en cualquier lado) para subrayar con ágiles giros su discurso, que versaba sobre literatura española del Mio Cid a la Celestina. Nos hablaba del misoginismo de El Corbacho, del Laberinto de Fortuna, de las Cantigas de Alfonso X, saltando por analogía a la época de Teresa de Jesús, a la que apeaba el “Santa” porque, decía, “es santa para la Iglesia, pero no para la Literatura”. Al llegar a La Celestina nos explicó el por qué y el cómo del plan de la alcahueta para que Calixto se “cepillase” a Melibea. Usando el “cepillado” transgredía el aire y se aproximaba a las mentes juveniles que le escuchaban, porque Rafael era a la vez biunívoco y biyectivo, un vanguardista en la vida y un clásico en el trabajo.

Lo recuerdo bajito y escueto en sus primeros treinta años, con su andar ligero y nervioso, los libros y apuntes en la mano y un gran manojo de llaves colgados con un mosquetón por fuera del pantalón que le daban el toque rítmico a sus andares, yo le apodaba “el amo de llaves de la Facultad”. Fito vestía jersey de cuello vuelto en invierno y chaleco sin mangas como los de los vaqueros del Oeste en entretiempo. También gastaba barba a la Souvarov que le daban aire de haber estado en Jartum con el general Gordon. Al final los extremos se tocan y la vaguardia se retuerce hasta tocar la retaguardia.

Aquel año fui a la presentación de su antología de narradores andaluces actuales (de entonces) en la biblioteca pública de la calle Alfonso XII. Magnífica noche de otoño, lleno hasta la mitad, mala iluminación, ningún compañero de clase y Rafael con su hablar quedo y envolvente, el mismo del aula. Ni un duro para comprar el libro por entonces (mi padre en paro y no había para dispendios), pero lo encontré de saldo muchos años después rebuscando en librerías de viejo.

En la revista de la Facultad, de la que consevo algún número, descubrí que Rafael era también pintor, pintor de palabras. Me gusta la gente que borra las fronteras y transgrede los límites entre conceptos y artes. Él no era como otro histriónico de su mismo departamento, que realizaba supuestos “happenings” culturales en la Plaza de la Gavidia con váteres y globos con motivos poéticos para perturbar a los viandantes y que resultaba ser, además de tontolhaba, un profesor horrendo.

Como siempre ocurre en estas circunstancias, jamás se me habría ocurrido pensar que Fito iba a tener tan trágico destino. No lo hubiese creído aunque lo profetizase el mismísimo oráculo de Delfos (que también metía la gamba en días alternos). Después de apagado el fuego que quemó casa y biblioteca, ahora que no está, ojalá renazca cada día su memoria, como el Ave Fénix, de las llamas.♦

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[12 mayo 2013] Fabulario cotidiano (con sorpresa)

De paseo por la ciudad bien temprano para evitar el sol y los turistas. Apenas unos paisanos por la calle de comprar el periódico o pasear al perro. Me sorprendo mirando el primer sol brillando por tejados y fachadas tarareando el Lay Lady Lay de Dylan. El escaparate mugriento no llama especialmente la atención entre tantos locales en venta o alquiler en pleno centro, porque el país entero está de saldo tras los segundos y siguientes rebajones de la crisis. ¿Qué hace una bicicleta vieja ahí dentro?.  Coño, ¡son Madelman! Uno por quince, dos por veinticinco. El espeleólogo lo tuve… joder, la prehistoria… “Lo pueden todo”. Ya. Ahora son los bancos.

Hay también un casco viejuno pintado de gris, que debió ser blanco-policíamilitar por los arañazos. Y una Nancy, y una botella de La Casera antigua y una radio del año la polka… Y unos Walkie Talkies que ponen Army y se comunican con Morse. Para estos tiempos, como si lo hicieran con papiros egipcios.

Descubro que este almacén de antigüedades dickensiano no tiene nombre pero sí un letrero encima del dintel de la puerta, rotulado en cartulina azul, que reza: Nos vamos a la Feria, que le den a la crisis. Detrás del escaparate hay otro cartel más grande colocado entre los objetos de museo que podría ser un buen título para este anticuario pedestre, 2013. El Año del Tieso. No hay más explicación ni falta que hace a la vista del género.

Pero hay más.  Sobre una especie de mesa plegable se asoman con cierto pudor pegatinas,  objetos de propaganda de Schweppes (la Suespepes de toda la vida) y Coca-Cola, un corta-puros con el Naranjito del mundial de fútbol España’82, naipes de la Expo’92, cassettes currucos y mil cosas más. Debajo de la mesa el niño-bobo de los Juegos Reunidos Géiper parece burlarse desde su tiempo. Que te zurzan, niño, no está el horno para bollos.

Vaya, otro casco cañí de cuando éramos imperio y vigía de Occidente. Sí, sí. Ahora estamos sin catalejo y con el ojo de observar a la birulé, medio rescatados. No sé qué parece más irreal, si todo aquel tiempo pasado al que pertenecen estos cachivaches o este de ahora. No puede ser cierto que viviéramos así, no puede ser que vivamos esto. Al final, toda la vida es sueño.

Castigados en la parte inferior del ventanal, tres sobres de “indios” de Montaplex. Primero valían a dos pesetas, luego a duro, más tarde a dos y creo que los dejé en tres, cuando lo de la inflación por la crisis del petróleo más o menos. Joer, “España. Infantería”. Deben ser de la Guerra de Ifni lo menos. A los hispanos los escoltan otros dos sobres,  uno de americanos y otro de alemanes que, como eran malos, llevan más cara de mala uva buscando hacer sangre a los Sherman bazoka en ristre. “Monta Man”, como destinados a modelistas en ciernes. Proféticos.♦

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[5 abril 2010] Fotomatón (IV): Gregorio, kiosquero universal

Hace ya cosa de un par de meses que se nos fue Gregorio a vender chucherías y prensa al cielo. Todos conocían aquí en el pueblo a Gregorio, al Gregorio por antonomasia de la plaza. Pocos sabíamos su nombre completo: Gregorio Gallego Román. Es lo que ocurre cuando alguien pasa de persona a institución, de kiosquero a kiosquero universal. La plaza de este pueblo no es la misma sin Gregorio y su kiosco, es otra cosa, yo creo que peor.

Lo llamo universal porque Gregorio era la esencia de los kiosqueros que en el mundo han sido. Su kiosco era (aún existe, cerrado y triste) una pequeña construcción de ladrillo techado con tejas blancas y verdes, muy de estilo andaluz. Uno nunca sabía cómo podía caber Gregorio en él, y menos entrar por la pequeña puerta de acceso bajo una de las ventanas, pero allí estaba cada día desde bien temprano hasta las tantas. Así cayeran chuzos de punta del cielo (calor, frío agua), Gregorio se pasaba las horas allí sentado y cuando no había clientela, siempre estaba la radio para acompañar o la tele enana para ver los mundiales de fútbol.

Otro enigma que nunca entendí bien fue cómo podía saber dónde tenía cada cosa. Los montones de papel de prensa, tebeos y revistas lo colmaban todo, los había incluso en el suelo, dentro y fuera del kiosco, atados con cuerda en pesados montones. A eso había que sumar las mil y una chucherías que se adaptaban al espacio que dejaba el papel. Por eso, desde fuera era tarea baldía saber lo que Gregorio podía o no tener.

– Gregorio, ya no quedará el Marca de antesdeayer, ¿no? Donde venía la entrevista con Zutano hablando del Madrid.

Gregorio callaba mientras situaba las coordenadas como un GPS y a los tres segundos (uno pensaba que no se había enterado) respondía con ese tonillo de buena gente:

– Sí

Y tiraba del Marca de entre una pila desde un rincón ignorado y lo ponía en la ventana del kiosco doblado por la mitad.

– Gregorio, ¿tienes el número 114 de Casa&Jardín?
– Ahí fuera está, en ese montón. Cógelo tú, quítale la cuerda al montón ese de la derecha. Eeeese es…

Gregorio jugaba al ajedrez sin piezas en el tablero imaginario de su kiosco. No había combinación posible que no supiera jugar.

– Gregorio, dame tres paquetes de pipas sin sal, el ABC y un duro de chicles de menta. ¡Ah! y dos Winston.

Las manos de Gregorio se movían ágiles y prestas. Todo aparecía ante la vista en un periquete.

La forma hexagonal del establecimiento le permitía despachar por tres de sus ventanas a la vez. Esto, cuando se trata de atender a clientes tan impacientes y exigentes como los niños, era una tarea colosal. Los niños no se suelen callar ni debajo del agua, así que las voces de unos y otros se superponían pidiendo cosas. Gregorio siempre atendía con amabilidad y jamás se le escapó un mal gesto o mala palabra ante aquella turbamulta.

Gregorio y su kiosco eran parte de la vida del pueblo, de las vidas del pueblo. Para los niños, los pimpollos y los que no lo fueran tanto, era común quedar “en el kiosco Gregorio a las X”. Los adolescentes se echaban al vicio pidiendo cigarrillos sueltos y los mayores talludos tiraban más de Interviú por las fotos de las señoritas en pelota picada (algún hipócrita meapilas decía que era por los artículos de opinión, sí-sí…) o el Marca, según.  Era anécdota sobada la del aquel jovenzuelo fumado de porros y hermano de un amigo que trabucó los nombres en cierta ocasión.

– Fortunita, dame dos Gregorios.

Si decían que a cierto político español le cabía “España en la cabeza” (mucho caber es eso, además de ser una pedantería), a Gregorio sí era cierto que le cabía todo su kiosco y más en la suya. Él era el kiosquero que todos los kiosqueros del mundo aspiran a ser, no importa que estén en Dallas, Yokohama o Sigüenza: una antonomasia, un hito urbano, una institución querida y ahora también añorada.♦

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[14 marzo 2010] Por tierras del Corbones

Viaje relámpago a La Puebla de Cazalla. Es de los que me gustan, sin preaviso y a la buena de Dios. Desde que viví en Osuna quise visitar este pueblo junto al que he pasado docenas de veces sin detenerme.  La Puebla son calles rectas, trazadas a cordel, limpias y asaltadas a ambos lados por miles de ojos que son los cierros de las casas. Se ven bonitas las calles así. Casi no hay ventanas, sólo cierros, que son una forma de mirar y no ser mirado.

Nada más recorrer algunos rincones, el visitante se da cuenta de que se ha tenido especial buen gusto en restaurarlos. La Plaza Vieja muestra aún algunos de los arcos que le sirvieron de entrada desde al menos el siglo XVI. Donde ya no hay arco, se reconoce que lo hubo. La Calle de los Mesones, que mira a Osuna, conserva aún los lugares donde estuvieron dichos establecimientos por la huella que han dejado en la morfología de los edificios, ahora convertidos en modernas casas, todas ellas con entradas profundas a sus respectivos patios. La Puebla ha cambiado, pero aún conserva mucho de lo que fue por las cicatrices de su casco urbano.

Paseando por las calles, el visitante oye a unos chavales con ganas de guasa a la puerta de un bar. Uno de ellos llama a una niña que está dentro. La debe de tener harta:

– ¡María!
– ¿Queeeeé?
– ¡Que el culo te jié!

Los zagalones son ya preadolescentes y la tal María es una niña que parece celebrar un cumpleaños o un bautizo, a juzgar por la voces y risotadas de los adulto que se oyen dentro. El visitante le da vueltas a las neuronas hasta que da con la clave del jié. Resulta que es hié, apócope de hiede. Vamos, que a María no le huele el trasero a rosas precisamente. Con las mismas, al visitante le da por recordar la mala leche que gastan los niños (todos) para con otros infantes. Rousseau era un zoquete, el hombre no es bueno por naturaleza, al contrario, lleva larvada la mala uva desde que nace. Luego, todo es cuestión de reprimirla o de convertirse en un terrorista de Al-Qaeda, según. También se puede quedar uno a medio camino y ser presidente de una comunidad de vecinos o portero de un discopú. En España sabemos mucho de la mala leche agria que da la mediocridad.

La Puebla son también sus parques, jardines bien distribuidos por toda la localidad. En uno de ellos, frente a la casa en la que nació, hay una estatua a la Niña de la Puebla. Lo mejor de la efigie, y no es ironía, son las gafas oscuras que identifican a tan señera cantaora. El artista no se ha lucido precisamente con la representación, que se parece a una niña, sí, pero preanoréxica zumbada a pastillas.

Girando esquinas de 90 grados, las calles son rectas y perpendiculares, el visitante llega fácilmente a donde inició la visita. Lo hace con mono de cigarrillos, maldito vicio, pero le salva que en lontananza se avizora un kiosco, grande y oscuro. Junto a él juegan unos niños, debe estar abierto sin duda. A unos doscientos pasos ya se ve el nombre por sus cuatro costados: Kiosco El Gafa. A cien el visitante ya sabe que El Gafa ha cerrado hoy, día de fiesta. Ajo y agua. El Gafa no lo sabe, pero vela por la salud del visitante. Mejor así.

Como el visitante no quiere irse sin ver el Corbones ni el pantano del folleto que le sirve de guía, pregunta a un trío de ancianos que toma el sol a la puerta de un bar sin consumir nada.

– Buenas tardes, ¿para ir al pantano?

Los viejos se toman su tiempo. Por fin el de más allá señala con su bastón.

– Coja esa calle toa pa’bajo. Es fácil, al llegar a la cooperativa, siga el camino paralelo a la autovía.

Los otros dos parecían esperar el momento para hacer las oportunas rectificaciones.

– Bueno, no. Tó pa’bajo, no. Hay que girar aquí a la izquierda primero.
– Eso, a la izquierda y luego se encuentra El Fontanar.
– Pero El Fontanar está más lejos, hombre. Primero aquí a la izquierda, luego la cooperativa. Y si no, pregunte.

El más gordo no se da cuenta de que eso es precisamente lo que el visitante está haciendo. Medio habiendo comprendido las señas, el visitante se aleja tras dar las gracias, pero los viejos andan todavía enzarzados en ver quién sabe de verdad llegar al pantano y ni le oyen. Qué país.

El Corbones se muestra nada más dejar atrás las últimas casas. Fluye bastante agua, pero ha debido llevar más del doble recientemente. La marca de barro en sus orillas así lo indica. El caudal debe de tener ahora unos dos metros de anchura, pero a ojímetro debe haber llevado unos seis.

La carretera es mala, pero llevadera si uno sabe esquivar algunos hoyos al inicio.  Vamos a ver ese pantano, total son siete kilómetros. Se conoce que alguien debió arramblar con el mojón del kilómetro siete porque tarda en aparecer y en su lugar llega el octavo, y luego algunos más hasta el catorce. Hay quien escribe folletos poniendo las cifras a bailar. El campo luce esplendoroso, como la tarde. Poco a poco, el paisaje de olivares y terreno calizo va cambiando conforme se sube. Aparecen entonces pinos y matorrales bajos que van cambiando el contorno del horizonte. El pantano no aparece. El visitante se anima como puede.

– Seguro que está detrás de la próxima curva y por eso no se ve. Allí hay árboles.

Pero el camino sigue. Hacia el kilómetro diez hay un desvío hacia El Fontanar. Joer, pues no está lejos ni nada. Por el viejo parecía que estaba al volver la esquina. Ese lugar habrá que verlo otro día, parece interesante y se ven un par de lagunas. En un cercado junto al camino, un ternero junto a su madre mira con cierta lástima al viajero.

Al fin se deja ver el pantano de La Puebla. Es enorme y está colmado, debe andar a más del 80 % de su capacidad. El agua está oscura y parece muy profunda a juzgar por el lado de salida de la presa, donde la altura es de vértigo. El final de la extensión de la lámina de agua ni se intuye.  Al visitante le agrada ver tanto líquido allí, contenido, manso, después de tanto tiempo cayendo por doquier de los cielos encabritados. Está uno del mal tiempo hasta los anticiclones. El muro de contención es de hormigón, más ancho por abajo y en forma de escalinata. En su lado seco el agua se filtra en pequeños chorrillos desde el inmenso mar de la otra cara. Al visitante le da por tararear When the levy breaks de Led Zeppelin por lo bajini y de repente cae. Mira que si cede… Hoy no, que estoy yo aquí. A lo mejor cuando me vaya. Por si las moscas, la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir mantiene cerca un par de viviendas para los vigilantes de la presa. Son casi chalets, con barbacoa y zona de juegos infantiles.

En un recodo junto al muro se ve una porción de la superficie de color marrón rojizo, quizá abonos y otras porquerías arrastradas de los campos de alrededor. El espesor del líquido es tal en esa zona, que las botellas y garrafas de plástico arrojadas sobre él no flotan, sino parecen levitar. Ni se mueven, son seres auténticamente inertes. En la torreta que aloja los motores de las compuertas alguien ha escrito un Te amo Gordo con espray. Lo lógico es pensar que un tal Gordo declara su amor por alguien, pero también pudiera ser que a alguien le gustan los entrados en carnes (te amo Gordo, tal cual eres o estás), o que una fémina le declara su amor a Gordo. Bueno, una fémina o vaya usted a saber quién. El patio está la mar de variopinto y para gustos colores.

Ya de regreso, el camino se hace más corto. Siempre ocurre igual, ¿por qué será?. Si la distancia es idéntica a la de la ida, la sensación de volver parece acortarla. ¿Será que al pasar a la inversa recoge uno el tiempo invertido en ir?. Qué comedura de tarro, mejor me concentro en la carreterita, que se las trae. Mientras, el sol se diluye en el horizonte entre nubes escarlata como una pastilla efervescente.

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[21 febrero 2010] Fotomatón (III): Rafael, mostachonero itinerante

Rafael era sin duda un personaje singular. Nunca he sabido su apellido, así que lo llamo mostachonero porque se dedicaba a vender dulces mostachones en los trenes de cercanías. Era un vendedor más itinerante que ambulante, su radio de acción era de ida y vuelta en la misma dirección pero en sentidos contrarios, como el péndulo de un reloj. Vestía impecablemente trajeado de color azul RENFE, un color profundo y hasta un poco feo, con corbata a veces blanca, otras gris y hasta una naranja apagado que se había colado en el atuendo, vaya usted a saber cómo. Los zapatos, siempre negros y repulidos. Cualquiera hubiese dicho que Rafael estaba listo para saltar a cantar o bailar en cualquier festival flamenco de los que se estilan por las tierras sureñas.

En la estación Rafael cargaba una caja de cartón grande y alargada abierta por arriba llena de paquetes de dulces. Lo primero que llamaba la atención cuando uno reparaba en él, era el contraste entre lo peripuesto del personaje y aquella caja que sujetaba con una vulgar cuerda de pita atada a los lados más largos. Pero Rafael sabía llevarla con arte, no como otros que vendían mostachones en Sevilla, meros aficionados que la cargaban al hombro. Rafael ni se despeinaba subiendo o bajando de los trenes con la caja y es que lo suyo era un asunto serio, al menos así se lo tomaba él. Yo creo que hasta él mismo se consideraba un asunto serio.

En los trenes de más larga distancia, Rafael solía tener un complemento en otro individuo más joven, éste vestido de blanco por el estilo de un cocinero de restorán, que vendía bocadillos y refrescos. Rafael y el de blanco sabían complementarse haciendo pasadas por los vagones de manera alterna para no pisarse la clientela. El de blanco se anunciaba con un soniquete siempre igual y con la voz nasal impostada:

-Cerveza, bocadillos, Fanta fresca… Cerveza, bocadillos, Fanta fresca…

Estaba claro que el de blanco no tenía imaginación alguna y resultaba pesado de escuchar catorce veces a lo largo de un trayecto de una hora de duración. Rafael, en cambio, era de otra pasta y además sabía lo que se traía entre manos. El plan de trabajo comenzaba dando dos largas pasadas de punta a punta del tren con dos simple paquetes de dulces en las manos (nada de cargar con cajas ni tirar de carritos de bebidas como el otro), bien estirado, serio y anunciandoel producto de una forma que se haría famosa durante años en toda la zona ferroviaria:

-Utreeeera, mostachoooones…

Cuando veía que el personal se ensimismaba con el paisaje, el cansancio o una conversación cualquiera, Rafael llamaba la atención con un

-Niño, por aquí.

mostrando la mercancía como si se tratase de las joyas de la corona británica.

Lo mejor venía luego. Después de tomarse unos minutos para el pitillo, y de paso descansar al personal, Rafael volvía a la carga. Entraba en un vagón, se situaba en el centro y con las piernas abiertas cual duelo en el oeste, sacaba un hato de tablillas de madera que llevaban pegadas cada una cuatro cartas diminutas de la baraja española. Las tablillas estaban oscurecidas ya por el tiempo y el sobe, algunas tenían hasta muescas de tiempo inmemorial. Tras chascarlas como director de orquesta ante sus músicos, iba ofreciéndolas a cinco duros la tirada. Casi siempre había una señora o un vejete que picaba y pedía una. Luego, Rafael sacaba una baraja de verdad y se la daba al primero que pillase para que la cortara y sacase una carta.

-¡El dos de copas! ¡Niño! ¡El dooos de cooopas!

Curiosamente, aunque no le hubiese tocado a nadie el premio del paquete de mostachones, siempre ganaba el mismo:

-¡Ahí está! ¡El “melitar” de Jerez ha ganao!¡Míralo!

El mentado “melitar” podía bien ser una vieja, un señor calvo y gordo como un sollo o simplemente nadie. Rafael parecía tener una especie de obsesión con que le tocase siempre al mismo, fuera quien fuera. Tampoco se sabe por qué el servidor de la Patria tenía que ser precisamente de Jerez, y no de El Puerto o de Jarandilla de la Vera, pero lo cierto es que siempre era uno y el mismo. Se conoce que llevaba todas las papeletas (tablillas) de la rifa.

Tras la primera tanda, Rafael siempre intentaba una segunda:

-¡Ahora vamo a eshá otra!

El perdedor de la tirada anterior solía contestar un desairado

-¡Cá! Yo no quiero más.

Pero la viejaruca que veía la oportunidad de malgastar cinco duros de pensión en unos mostachones para la nieta, se lanzaba de cabeza.

-Dame usté una pa mí.

Naturalmente, perdía. En alguna rara ocasión, Rafael se apiadaba del alma cándida y le regalaba el paquete de dulces sin mediar palabra y porque sí, porque le daba la real gana. La misma razón por la que el ganador siempre era quien era y no otro.  Sólo una vez ví a Rafael, ya serio de por sí, ponerse de perfil con la mirada atravesada, herido en su orgullo. Un día un tipo se atrevió a cuestionarle el oficio y el beneficio mientras estaba con lo de las tablillas.

– Y el tío este… Seguro que no tiene permiso ni pa vender ni pa jugar en los trenes.

Rafael al oirlo, pegó un respingo, se le acercó y le enseñó una placa negra rectangular inscrita con letras blancas, supuestamente de la RENFE, que ocultaba bajo la solapa derecha de su chaqueta.

-¿Lo ve? Mira, de la RENFE. Hay que saber lo que uno dice, ¿vale? No vayamo ahora a tontería…

El tipo se achantó y se mordió la lengua, acaso por no liarla delante del personal que viajábamos en aquel vagón. Con el paso del tiempo, y recordando aquellos años, uno ya no está tan seguro de no haberlo soñado. Todo se vuelve un poco surrealista. ¿Qué diablos hacía un gitano de Lebrija vendiendo mostachones de Utrera y haciendo rifas vestido de la RENFE? ¿Sería auténtica aquella placa negra? ¿Quién le dejaría vender y jugar? ¿Sería legal?

Rafael despareció hace ya muchos años y no lo he vuelto a ver. Ahora desde luego no hay sitio para tipos como él en los cercanías y menos en los trenes de media distancia. Todo está limpio y plastificado, la gente lleva cara de momia mirando el móvil, el iPod o el portátil y no tiene ni tiempo ni ganas de rifas. ¿Será que ya no somos tan diferentes?

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[16 enero 2010] En Huebro

Hace unas semanas volví tras casi una década a Huebro en busca de paz. Allí la hay y en abundancia, lejos de los penosos restos de fin de fiesta que nos han dejado 15 años de voraz consumismo del personal: en lugar de copas rotas, confeti pisoteado y aseos mugrientos, tenemos paro, letras sin pagar y olor a orines por las esquinas. Quedan aún los últimos en irse, esos borrachos que se aferran a tomar la última, en vano intento porque siga una fiesta más que terminada ya, los políticos trasnochados que padecemos a diestra y siniestra. La resaca es dura para todos, los que estuvieron de parranda y los que no estuvimos. Tiene guasa tener resaca sin haber bebido ni trasnochado.

Huebro es apenas un puñado de casas y su iglesia, limpia, enjalbegada y de buen tamaño, dedicada a laVirgen del Rosario. Hay también lo que queda de un castillo aún más arriba. En realidad hay más casas que habitantes porque de éstos sólo quedan tres permanentes: un pastor, su mujer y otra señora mayor que vive sola. Oficialmente dicen que tiene 27, pero no se ve un alma. Curiosamente todo está limpio y en orden, como si los moradores acabasen de acostarse. Las casas cerradas pertenecen a gente que vive fuera, en Níjar o incluso en Barcelona. En agosto el pueblo se llena de niños y visitantes porque es la época en que regresan a sus orígenes los hijos y nietos de la emigración.

La razón de ser histórica de Huebro es su manantial, llamado de la Zanja. Hoy sus aguas se embalsan en una gran alberca para riego, pero en tiempos llegó a mover casi treinta molinos que se apostaban a lo largo de la escarpada pendiente de su cauce que corre en dirección a Níjar, unos 5 kilómetros más abajo. En la plaza, único espacio ancho que hay en el pueblo y que también sirve de ocasional cancha de baloncesto, han tenido la feliz idea de hacer un banco corrido apoyado en una balconada que sirve de espectacular mirador. Delante del telón de fondo del Mediterráneo, la costa, más cerca Níjar y sus campos, y aún más cerca las escarpadas huertecillas verdes que jalonan los pies del pueblo.

Me siento a ver pasar las nubes y a imaginar sus formas: caballeros lanza en ristre, dragones alados y hasta el rostro de un piel roja con una pluma colgando que vuela sin billete de regreso. Allí me doy cuenta que es una suerte que no haya lugares para albergar al forastero, ni posadas rurales, ni hoteles, ni gaitas. Huebro es para ir, aguzar los sentidos atrofiados y regresar. De otra manera todo acabaría seguramente como ya hemos visto en tantos lugares: llenos de disco-pubs, tiendas de recuerdos-baratija, mochileros de coleta, alternativos y zarrapastrosos, u horteras de chanclas mancillando con sus asquerosos pies los limpios bancos de la placita. Mejor así, como está.

Me acerco a la alberca y al lavadero a oir el rumor del agua, el único sonido en Huebro. De regreso me topo con el pastor y su perro. Me pide un cigarrillo y me habla de su hijo, está preocupado el hombre:

– Todavía no l’ha dao por encontrar jembra.

– Bueno, hombre, cuando menos se lo espere, tiene hasta nietos.

– ¡Quiá! Más quisiera yo. Esto está mu solo, aquí sólo los fines de semana se llena el bar. Viene bastante gente.

De camino al coche vuelvo a leer el epígrafe que un tal A. Asensio, ingenioso poeta aficionado, talló en 1947 en la roca viva. Quizá más bien lo hizo grabar, los poetas no suelen tener manos duras, hechas a asir mazas, sino blancas, feminoides y algo blandiblú. Aunque no todos, Alberti las tenía de carnicero, anchas y regordetas, y Aleixandre de carterista del metro, con dedos largos, huesudos como ganzúas.

 EN UN EMINENTE
LUGAR DELICIOSO
AL PIE DEL INGENTE
PENACHO ROCOSO
HUEBRO
CON SU RICA FUENTE
Y SU VIRGEN DEL ROSARIO
ETNELECXE AMILC US ROP
SE
OIRAUTNAS Y OIROTANAS
ETNEYERC LED Y OMREFNE LED

 Cuesta abajo hacia Níjar me paro a tomar unas últimas fotos del pueblo en la lejanía. Aún se lee perfectamente el VIVA HUEBRO que luce pintado en blanco sobre la montaña que corona el lugar. Es como un grito cara al mar y al viento destinado a orillas lejanas.

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[5 noviembre 2009] Adios a Alberto Fernández Bañuls

La noticia la he sabido hoy aunque ocurrió hace no muchos meses. Se fue Alberto, o para mí Don Alberto, mi primer director en el instituto donde estudié el Bachillerato. A Alberto, y a mí, nos tocaron años de cambio por aquellos finales de los setenta. Vivimos entonces lo que llaman la Transición, que mucha gente cree que fue política, pero yo estoy en que fue mucho más social y las consecuencias aún las vemos hoy (se ven más los errores, pero esto pasa siempre en los quehaceres humanos).

Alberto fue un buen director en los pocos años que estuvo, creo recordar que sólo dos o tres a lo sumo. Le tocó bailar con un curso donde se prodigaron las huelgas de profesores, entonces llamados No Numerarios (PNNs o Penenes, no sé si suena a chupete de bebé o a otra cosa que me ahorro escribir). Su mujer de entonces lo era y recuerdo que él, sin tener que hacerlo, la sustituía mientras estaba de huelga para que no perdiésemos clase. Alberto era por entonces catedrático de Lengua y Literatura, pero se notaba que le tiraba más esta última.

El curso siguiente, una vez que todos aquellos penenes lograron lo que querían (que los hicieran fijos sin tener que estudiar oposiciones), Alberto tuvo que lidiar con una reforma del instituto que nos llevó a dar clase a un colegio aún por estrenar que literalmente estaba en mitad del campo. Había que ir y volver dos veces cada día porque había clase por las tardes. Aquel invierno nos íbamos al campo de noche y volvíamos de noche, como los jornaleros. Para colmo llovió como nunca, semanas enteras sin tregua. El camino era un lodazal y llegábamos destrozados. Alberto luchó con los melones jerarcas de la administración de UCD para que al menos asfaltasen medio camino y hubiese un policía que vigilase el cruce de una carretera muy transitada (eso también tenía tela). Aquel fue su último curso allí.

Tuvo una vida azarosa (por decir algo) en lo personal que no voy a relatar aquí (odio el cotilleo), lo cierto es que poco tiempo después apareció como preboste de Flamencología (nada menos) en algún área o hectárea de la nueva Junta de Andalucía. Cambió la enseñanza por la mamandurria, como tantos otros después. Cuando lo supe, aquello me pareció muy extraño, no podía ser. Ignoraba que aquel no era ya el Alberto que yo había conocido en el instituto. Era otro. Aún hoy me sigo preguntando cómo pueden cambiar tanto las personas, pero así es.

La última vez que lo ví después de muchos años y a sólo unos días de su óbito, coincidimos tomando café. No me saludó ni yo a él, pero creo que me reconoció. Sonreía con esa risa un poco de conejo que echó con los años, mientras charlaba animadamente con una mínima cohorte de calafates enchufados de su misma quinta más o menos. Como siempre que lo he visto desde aquellos lejanos años, me dio pena. Se perdió un buen profesor, humano y profesional a la vez. Un friki diría que se pasó al lado oscuro. Fuera lo que fuera lo recordaré por lo que dejó de ser y no por lo que fue. Descanse en paz.

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[16 octubre 2009] Regreso al Guadaíra

Hace unos días tuve ocasión de pasear por las orillas del Guadaíra en Alcalá, un río que se muestra manso aunque en ocasiones tuvo sus grandes y desastrosas avenidas. Me alegré al darme cuenta que los pescadores han vuelto a sus orillas y de que hubiera carpas enormes en sus aguas. Los pescadores, jóvenes adolescentes y algún talludo, echan la caña con la esperanza vana de atrapar uno de esos enormes peces, sin saber que las carpas saben más latín que El Tostado y que no van a picar así como así.  De hecho, varios cientos de metros más allá de los anzuelos retozan junto a un tronco de eucalipto caido en mitad del agua, mientras sus pacienzudos captores las esperan aguas más abajo. Da gusto ver a ambos. El río vuelve a estar limpio, una bendición. Ahora recuerdo cuando mi amigo y alcalareño de pro Antonio García Mora me hablaba de la lucha de una parte del pueblo por recuperar su río, convertido durante años en estéril cloaca. Parece que por fin algo ha cambiado para bien.

A lo largo de sus dos orillas, gente con dos dedos (y más) de frente se ha encargado de que los alcalareños puedan pasear y ejercitarse en un sano ambiente de verdor. El paseo, largo pero ameno y relajante, tiene la recompensa añadida de poder admirar los molinos que se asoman a este cauce desde la Edad Media con sonoros y evocadores nombres: Cerrajas, Pelay Correa, Aceña Trapera, La Tapada, Hundido, Benaharosa, Arrabal, San Pedro… Una visita realmente grata para los que ni tenemos río que merezca tal nombre, ni apenas ya molinos antiguos en donde vivimos. Y mucho menos conciudadanos con tanto civismo como los alcalareños, que reclamaron su río como su pan.

Si algún día pasas por Alcalá de Guadaíra, o vienes al concurso de modelismo, no dejes de asomarte al río y disfrutarlo, un cauce con algo de modelista también. No en vano lleva miles de años cavando hoces sin descanso en torno a la ciudad.

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[22 septiembre 2009] El tren

De niño me subieron a una máquina de tren que conducía un familiar de una tía. Poco sabía yo entonces lo mucho que iba a tener que usar este medio de transporte en mi futuro. El lugar donde vivo ahora fue siempre un nudo ferroviario importante con el sur y el este. Actualmente la mayoría de los trenes camino del sur pasan de largo a toda pastilla y los del este lo esquivan como quien huye de la peste. La estación ha quedado en la práctica para los trenes de cercanías. En tiempos llegué a conocer un importante tráfico de mercancías y paquetes camino de los más distintos lugares de España.

Viví en un barrio de ferroviarios, aunque mi familia no se dedicaba al oficio, éramos marcianos caídos de otra galaxia. De la estación próxima venían los ecos de las sirenas y el ruido de los mercancías que hacían rutas nocturnas. Cuántas noches estudiando, leyendo o soñando con el sonido de aquellos convoyes. Curiosamente (o quizá no tanto),  se escuchaban con más claridad cuando llovía o lo había hecho poco tiempo antes.

Mis primeros viajes en tren fueron más bien escapadas con los amigos a la gran ciudad. Entonces había mayor variedad de trenes. Recuerdo en especial el ferrobús de la tarde, un tren diésel de dos vagones de color plateado, que apestaba a gasoil y donde la gente se permitía lujos que hoy, en el mundo plastificado en el que vivimos, se miran mal. Un viejo escupía por la ventanilla, otro se fumaba un puro junto a un bebé, un soldado borracho vomitaba sobre los asientos verdes de escai… Lo peor era en verano. Aquella lata de sardinas no tenía aire acondicionado, eso eran lujos asiáticos, y el calor era asfixiante. Abrir las ventanillas era en ocasiones peor, ya que entraba el pestazo del gasoil a ramalazos.

Había más divertimentos por el camino. Al llegar a la primera parada hacia la capital, en un pueblo muy grande, y sin alma, en realidad ciudad-dormitorio, un grupo de arrapiezos (forma culta y olvidada del actual “hachedepé”) nos despedía a pedradas desde lo alto de un puente situado más allá de la estación. Los peñascazos sonaban poderosos sobre el techo del vagón. Me contaron que a veces acertaban en las ventanillas y que hubo heridos por cortes entre los viajeros, pero esto bien pudieron ser leyendas ferroviarias de la línea.

Con el paso del tiempo mejoraron algo los trenes, se introdujo el llamado “camello”, azul y amarillo, otro diésel más lento que un desfile de cojos, pero también más limpio y confortable, con ceniceros escamoteables en los reposabrazos de los asientos, qué nivel, Maribel. Los más comunes eran esos blanquirrojos eléctricos que se retiraron no hace todavía demasiado tiempo. Cuando se paraba el tren por avería, siempre había algún gracioso con el manido chiste de “Ya se ha pinchao una ruea”. Estos trenes ya incorporaban retrete, donde solían encerrarse los que no llevaban billete para escapar del revisor. Eso duró poco porque, avisados los revisores, donde primero miraban era allí. No obstante siempre había alguien con la suficiente cara dura para gritar desde dentro: “¡Un momentooo, que no puedo máaas!” Creían que el revisor se iba a cansar de esperar… sí, sí.

También recuerdo mi sorpresa la primera vez que hice uso del retrete. Resultaba que el hueco del retrete salía directamente al exterior, con lo que uno iba abonando la vía al marchar. Así se explicaban la cantidad de plantas que solía haber entre los raíles del trayecto y el rótulo dentro del excusado que rezaba: “No hacer uso del WC en las estaciones”.

Dependiendo del momento del día, la fauna humana era de lo más variopinta. A ciertas horas, y en especial los viernes, los trenes iban atestados de marinería cargados con unos enormes petates blancos, cerrados con candado y decorados con miles de inscripciones a rotulador o bolígrafo. Puta mili, Ya queda menos, Mª Carmen y Antonio, AC/DC, Abuelo y fechas, muchas fechas, en la mili el tiempo es un factor que transcurre de manera muy distinta a la real. Había caricaturas y dibujos realmente artísticos, recuerdo un petate ornado con dos tibias y una calavera de un mérito extraordinario dibujada con un simple bolígrafo. Los nautas hedían a humanidad y no dejaban sentarse a nadie, ni se coscaban porque una mujer o un anciano fuese de pie todo el trayecto, qué coño, para eso ellos estaban puteados sirviendo a la Patria.

Por las mañanas muy temprano el turno era de las maris (“menegildas” las llamaban en Madrid) que iban a limpiar a las casas de la ciudad. Por entonces ya comenzaban a sindicarse y a reclamar derechos como “empleadas del hogar”, término que empezó a sustituir al feudal y vasallesco “criadas” de toda la vida. Mis maris locales no le llegaban al tobillo a las del pueblo de al lado. Al iniciar el trayecto solían subir cinco o seis que sólo hablaban de los críos, los “maríos” y rajaban de los vecinos. La hecatombe sobrevenía en la primera parada. Subían entonces por docenas riendo, chillando y palmoteando (“¡Quillaaa! ¡Aquí hay zitio!”). El resto del trayecto te tocaba sufrir sus bastas carcajadas como rebuznos y las narraciones de la telenovela que veían por las mañanas en el televisor de los señoritos mientras éstos no estaban. Alguna tenía más suerte y se veía la programación de la mañana entera hasta casi el mediodía, hora de llegada de la señora pija con los nenes del cole. Luego, a cobrar y para el pueblo. Así se lo contaban unas a otras en pleno vagón. Uno, que iba medio dormido y era tan gilipollas de pretender leer un libro durante el viaje, se acababa acostumbrando a todo. Sólo fueron cinco largos años.

Del personal ferroviario que viajaba en aquellos trenes, hay que hacer parada y fonda en Rafael el de los dulces. De él escribiré otro día porque merece por sí solo un capítulo aparte. Los revisores solían ser en general malencarados y muy buenos como perros de presa. La multa por viajar sin billete era de mil pesetas, un buen pico para un estudiante o un parado. El truco del excusado pasó rápido a mejor vida, pero la gente se las ingenió pronto. Uno muy usado para viajar de gorra era subirse al tren en el último vagón, bajarse en la primera parada, que estaba a mitad de camino de la ciudad, y  volverse a subir pero en el primero. Para entonces el revisor ya había pasado por ese punto y se podía confiar en que no te pillaría. Todo era cuestión de dividir distancia por tiempo.

El trayecto duraba unos 20 minutos y los revisores solían picar billetes desde la máquina hacia el  último vagón. Cuando el tren paraba en la estación intermedia, lo normal era que ya hubiese llegado a la mitad del tren. Era el momento de “puentearlo” desplazándose a un punto por donde hubiese pasado ya. El trayecto era tan corto, que los revisores no solían volver a repasar todo el tren picando los billetes de los nuevos viajeros. Simple y genial, pero también acabó. No hubo más que controlar las bajadas y subidas del tren en la parada y acelerar el picado de billetes, para que a la segunda o tercera baja de viajeros caídos en acto de “puenteo” y marcados con multas, ya nadie se atreviese con tanta osadía. Intermitentemente había quien se la jugaba, pero no merecía la pena pagarles a aquellos caraperros las mil del ala, por ochenta pesetas que costaba un billete de ida y vuelta. Precisamente “Caraperro” era el mote que le pusimos a uno bajito con gafas y bigote que solía llevar un purito corto apagado en la boca. Tenía muy mala leche, como un cruce de caniche con pequinés.

Ahora los trenes son más rápidos, silenciosos, limpios y aburridos. Ya no pasa el revisor y nadie se molesta en torearlo porque han puesto tornos  propios de ganado bovino en los accesos a los andenes. Nadie osa ni toser, encebollados con los móviles, tabletas y demás tecnotonterías del momento. Hoy encontré a un viajero que leía un libro barato de tapas verdes (Hágalo bien a la primera). ¿Será que España ya no es diferente?

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[8 septiembre 2009] Fotomatón (II): El loco retrógrado

Fotomatón curioso. Hace mucho tiempo trabajé durante casi dos años en un pueblo grande y caluroso del sur. Conocí a lugareños de todo tipo, la mayoría buena gente, sencilla y llana, pese a que en el ambiente flotaba un tufillo tonto a quieroynopuedo de semillas selectas y sangre azul de lo más rancio. Bien es verdad que estos humos se han generalizado de tal manera en los últimos tiempos, que ya cualquiera con un tallercillo en la esquina o un currillo en una oficina aparenta ser un ricacho hortera que se va de crucero en vacaciones. El pueblo, en general, se ha envilecido, hemos perdido la sencillez, la humildad y hasta la vergüenza por un mísero plato de lentejas.  Seguimos con boina, como toda la vida, pero ahora es de diseño, que es lo mismo pero no es igual.

Entre los humanos más singulares que conocí, apareció un buen dí un joven, más bien alto y delgado, con el pelo tirando a rubio. El color real hacía tiempo que debía ser difícil de discernir, a juzgar por la cantidad de capas de mugre que lucía el sujeto.  Iba desastrado y con la barba a lo Karl Marx, con los pantalones rotos, un abrigo largo de una década anterior y una mochila a juego de suciedad. Uno de los primeros días de mi estancia en el pueblo me encontraba en una tienda hablando con el dependiente cuando reparé en él. Apareció andando hacia atrás, dió una especie de vuelta al ruedo por la tienda y desapareció sin mediar palabra por donde había entrado. Me quedé estupefacto, pero me percaté que al dependiente y a los clientes no les hizo el menor efecto.

– Sí, es un pobre loco que siempre va andando para atrás. Lleva así cosa de un año, antes siempre andaba hacia delante. Todos los días hace el mismo camino igual.

Para mí fue como una aparición aquel día, pero desde entonces solía verlo a menudo y comprobé que lo que me dijo el dependiente era cierto.  El loco caminaba por la calle principal arriba y abajo, entrando y saliendo de ciertos establecimientos y no de otros, siempre los mismos, como un autobús urbano con recorrido fijo y paradas establecidas. Sólo entraba en aquellos en los que no tenía que volverse para abrir la puerta porque estaba ya abierta de par en par, el muy cuco. También era cuidadoso. Cuando la acera se agomeraba, sorteaba con holgura los árboles o pedía permiso para pasar, reparando especialmente en los niños pequeños para no chocar con ellos o pisarlos.

– A ver, señora, tenga cuidao con el niño…

No debía ser nada fácil andar así, con la cabeza torcida sobre el hombro derecho mirando hacia detrás, pero aquel loco le tenía gogido el tranquillo al asunto y rara vez daba un traspiés. Viéndolo tomarse aquello tan en serio, yo estoy en que aquella locura del loco tenía algo de espectáculo para el público, lo imaginaba habiéndose entrenado concienzudamente, como Demóstenes frente al mar, para dominar el singular arte de la progresión retrógrada, una contradicción de términos, una cuadratura del círculo que él había hecho realidad. Aquella manera de llamar la atención (si es que era su intención) tenía los días contados. En pocas semanas hasta para mí se convirtió en parte del paisaje habitual al igual que para sus paisanos, supongo que por aquel dicho que asegura que el hombre es un animal de costumbres. Meses después dejé de verlo para siempre y aún hoy me pregunto cuál habrá sido su siguiente vuelta de tuerca.♦

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[28 agosto 2009] Fotomatón (I): José el peluquero

José era mi peluquero de siempre, un gitano serio, tirando a bajo y algo paticorto. Tenía el negocio en los bajos de una casa muy antigua, de esas con balconcillo de hierro y poca fachada exterior, en la calle conocida popularmente como El Arroyo. Tan popularmente, que hago memoria y no sé como se llama en realidad. Al final, al nivel de la calle, las cosas se llaman como le da la gana a la gente y no como se les ocurre a los políticos (menos mal).  No había rótulo en la fachada, sólo dos puertas estrechas de aluminio con ventanas, que eran la única entrada de luz del exterior.

El espacio era escaso dentro, lo justo para que no se amontonasen el tocador donde colocar las herramientas y productos del oficio, un sillón regulable más bien estrecho (los anchos de posaderas se quedaban a menudo atascados) y tres sillas duras e incómodas.  José se había permitido el lujo de meter también una pequeña mesita baja donde se amontonaban sin orden no concierto una pila de revistas sobadas, Lecturas, ¡Hola! y Semana. De cuando en cuando el parque se renovaba con algún Diez Minutos (¿sería una profecía de lo que ibas a esperar hasta que te tocase el turno?), y en ocasiones más afortunadas y raras, aparecía nada menos que un Interviú. Yo observaba que los clientes no solían cogerlo hasta que descubrí el porqué. Habían volado las páginas con los mejores cuerpos serranos femeninos de la época. No sé si José se dedicaba a la censura previa o era la misma clientela la que se dedicaba a coleccionar aquellas imágenes del paraíso masculino. A veces había suerte y la página estaba mal arrancada, lo que dejaba ver media turgencia por aquí o por allá. Para sueños eróticos con un simple pie podía bastar, para qué más. lo demás tenía que ponerlo uno, no como ahora que lo queremos todo hecho.

José era de esos peluqueros antiguos que trabajaba al ritmo del clic-clic de las tijeras. Alrededor de tu cabeza ibas oyendo ese sonidillo metálico, ahora por la derecha, ahora por la izquierda.  Sabía que José iba cortándote las greñas que tanto tiempo te había costado juntar al oir el cliiiic más largo. Clic-clic-clic, cliiiic, clic-clic-clic. Era casi como el desaparecido código Morse, con puntos y rayas pero sin mensaje, ¿o sí lo había?

Un pelado normal comenzaba por arriba, para luego ir bajando por los lados y finalizar en el flequillo y el cogote. Había como un descanso justo antes de llegar a los pabellones auditivos y José preguntaba:

– ¿Te destapo las orejas?

La pregunta no era baladí. Había a quien le importaba mostrar las orejas, bien porque no las tenía precisamente para presumir, bien porque no quería verse muy pelado. En tal caso José dejaba un par de aleros de tejadillo que las disimulaban la mar de bien. Yo siempre le decía que las destapase aunque tengo una más grande que la otra (lo bueno es que hay que fijarse, así al pasar parecen iguales). Para qué nos vamos a engañar, el ser humano no es perfectamente simétrico, esa tontada de Leonardo del Hombre Vitrubiano no son más que idealizaciones artísticas. Creo que más de uno (y una) se llevarían una sorpresa si pudiesen plegarse sólo por la mitad. Lo más normal es que las dos mitades no coincidiesen, y entonces tendríamos un nuevo síndrome para el vademécum de la psicología clínica: depresión asimétrica. Y claro, tendríamos que pagar las oportunas operaciones para corregir largo de brazos y piernas, desparejamiento de posaderas, orejas, ojos, cara, nariz, etc.  Total, ya pagamos las de cambio de sexo… Eso es por culpa de la Madre Naturaleza, que no se acaba de enterar de cómo queremos vernos para ser felices, menos mal que luego los políticos nos lo arreglan con cargo al presupuesto, que es como si no lo pagara nadie (no, qué va) y todos contentos.

A lo que iba. José era un gitano serio y trabajador, pero a su ritmo. No valía de nada meterle prisa porque no te hacía ni caso, pero no porque le gustase recrearse, sino porque le gustaba el pelado bien hecho, al menos todo lo bien que a él podía salirle. Con la navaja no se defendía mal, tenía hasta ciertos toques artísticos cuando te nivelaba las patillas. En los pelados a navaja, más que cortar parecía que acariciaba la cabeza del cliente. El final, fuese el pelado que fuese, llegaba con el rasurado del cogote. Tenía arte pero no podía evitar dejarte el lugar escocido y ardiente. Entonces José sacaba un bote de polvos de talco Calver y te los aplicaba con un cepillo de cerdas blandas. Plof-plof-plof. Una vez retirado ese gigantesco babero protector que usan en el oficio, llegaba el momento de preguntar:

-¿Qué te debo?
– Cuarenta duros.

Y salía uno con la cabeza de estreno, una rodaja de piel blanca donde antes tenía pelo (patillas, cogote, frente) y oliendo a culito de bebé. Luego llegaba la hora de mirarse en casa lo que uno sólo había medio atisbado en el espejo de la peluquería al salir. Del oficio de José puedo decir que no recuerdo trasquilones dignos de mención. Lo que sí recuerdo son varias anécdotas graciosas. José tenía gracia precisamente porque no se las daba de gracioso, como les ocurre ahora a los malafollá de Javier Cámara o Juan Diego, que la tienen allí dónde dijimos. Ya digo que José era un gitano serio, algo atípico, más gustoso de la Semana Santa que del fútbol. Flamenco no le escuché canturrear ni una sola vez. A veces, claro, venía algún amigo o conocido a pelarse y ya se entablaba algo de conversación. En el balompié se le notaban las carencias:

– Quillo dicen que Asensi sigue otra temporada en el Barcelona…
– ¿Ese qué es, un fishaje nuevo?
– No, qué va. Asensi lleva la tira de años jugando en el Barsa.
– ¡Ah!

Buena fue aquella cuando otro tipo que esperaba turno le comentó:

– Fíjate, José, el Idi Amín, el negrazo ese que manda en Uganda…
– Sí…
– Pues dice el periódico que se ha comprado un yate con misiles.

José hizo un alto en su clic-clic, lo iró serio y le contestó:

– ¿Qué? Tó lleno gachís, ¿no?
– No hombre, eso son misses… Esto son misiles, bombas.

Estoy seguro que José llegó a entrever el paraíso de las huríes, todas juntas en aquel inalcanzable yate que navegaba por un lago de Uganda.♦

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[28 julio 2009] Amalita en el recuerdo

La entrada de la bitácora hoy no tiene que ver con maquetas, amigo lector, sino con la vida, o más exactamente con parte de mi vida. Confieso que no me gusta ponerme tierno y menos en público, pero estos días junto al Mediterráneo he recordado a Amalita.  Amalia (Amalita para los que la conocimos) tenía más de 60 años de edad cronológica, pero sólo 3 de edad mental, era cariñosamente la tonta de mi barrio.

Amalita era corpulenta, de pelo ralo y aficionada a cantar cuando estaba contenta. Su enormes pulmones emitían un lo-lo-loooo de timbre masculino y sin letra cada día sobre las 8 de la mañana, porque siempre fue madrugadora como los bebés. El barrio despertaba como un cuartel al son de la primera melodía inventada por su imaginación y entonada a pleno pulmón desde su balcón y para el mundo. En realidad Amalita era muy sociable y le gustaba hacerse oir, aunque más de un vecino la maldijese en la intimidad desde el catre por practicar el arte de Caruso a semejantes horas.

Salía poco pero estaba horas en su balcón del primer piso, que era casi como estar en la calle. Cuando pasaba por delante alguien conocido le decía”¡Adios guapo!” o “¡Adios guapa!” con su lengua de trapo. En realidad la guapura del viandante le importaba una higa, lo que quería decir era que te había conocido. Aquel que no le resultase simpático o que no contestase a su saludo recibía un contundente “¡Marrano!” que resonaba en toda la calle. Más de una vez su madre y hermanos que la acompañaban tuvieron que sosegarla y decirle que aquello no se le decía a nadie para que no siguiera endiñando estopa.

Amalita fue una niña-mujer querida y ayudada, especialmente por su madre, que falleció poco antes que ella hace algún tiempo. Ahora el piso lleva unos años cerrado a cal y canto y el ruiseñor del barrio, un barrio sencillo y tranquilo, calló para siempre. Bendita Amalita, benditos tontos de barrio o de pueblo que pasaron por este mundo sin haber causado mal a nadie, pocas personas “normales” pueden presumir de ello. Dicen que tras la muerte hay otro barrio al que uno se muda para siempre. Ojalá haya un cielo para los tontos con un barrio al que Amalita pueda seguir despertando con su vozarrón.♦

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